BOYHOOD (Richard Linklater, 2014) es la nueva película que, a un solo día de su estreno, ya se ha dicho todo lo que había que decir de ella. Cuesta encontrar entre toda la maraña de críticas una sola reseña en la que no se haga mención a su peculiar rodaje estirado durante 12 años -con un total de 45 días, en los que se rodaba una semana al año-, al envejecimiento de la plantilla de actores, a que si Linklater ha creado una obra que baila entre los términos de experimento y experiencia y que si su narrativa juguetea entre lo documental y la ficción televisiva, por eso de que en muchas series también podemos ver cómo los personajes crecen a lo largo de numerosos años. El Mason Evans Jr. de la película ya ha sido comparado por los seriéfilos, por buscarle algún parecido, con el hijo de Tony Soprano y con la niña de Mad Men, series que no he visto y que ya me diréis algún día si la comparación viene a cuento o no. La unanimidad de la crítica es única, y no por ello iba yo a ser yo el contrario ni que fuese buscando la polémica para ser diferente, puesto que no me ha quedado otra que rendirme ante las cualidades de la película que todo el mundo ya ha reseñado.

Vista la película, no hay otra salida que arrodillarse ante lo que Richard Linklater ha logrado con tantísima naturalidad: concentrar 12 años de vida de una familia en tan solo 165 minutos de duración. Al igual que los personajes de la historia, nosotros caminamos por la vida a lo largo de segundos, minutos, horas, días, semanas y años de los que terminamos recordando sólo determinados fragmentos que son los que nos marcan y se nos graban a fuego en la memoria. Decía Chris Marker al inicio de La Jetée (1962) que "nada diferencia los recuerdos de los momentos corrientes. Sólo más adelante se dan a conocer, con sus cicatrices". Y es por ello que Linklater escoge muy sabiamente pequeños instantes de la vida de cualquier persona, pequeños momentos que determinan el devenir de los personajes, pequeños episodios que se nos muestran ante nuestros ojos y que (algunos) reconocemos con dolor como si fueran propios. Una vez expuestos, no hace falta decir nada más sobre ellos ni dar explicaciones sobre lo que puedan sentir los personajes puesto que eso mismo ya lo hemos sentido nosotros mismos en algún momento de nuestras vidas.

El director de Texas, estado en el que sitúa la acción y que nos muestra una América muy diferente a la de ambas costas a la que estamos tan acostumbrados en el cine comercial, se encuentra en la dificultad de no poder establecer un arco argumental claro ni poder encajar su película en la estructura convencional que vemos en el 90% de las historias, ya que la vida no puede resumirse en tres actos ni dibujar a un protagonista con sus deseos, sus ayudantes, sus obstáculos y sus objetos a alcanzar. Si acaso, podríamos apuntar que los verdaderos conflictos que introduce el director en la historia los sufre todos la pobre -pero soberbia- Patricia Arquette, conflictos que en un principio parecen impostados y ligeramente forzados, pero que terminan demostrándonos otra de las esencias de la vida: y es que somos los únicos que tropezamos dos veces con la misma piedra, y algunos hasta se enamoran de la piedra. Es por ello que lo único que le quedaba a Linklater desarrollar en cada año de la infancia de Mason pequeños episodios comunes a todos nosotros. Incluso podrían haber sido menos y no por ello haber disminuido la calidad de la historia, puesto que en el último tramo (en cuanto Mason comienza a marcharse a la universidad) parece que Linklater no sabe muy bien cómo cerrar su historia y es en esta franja de vida en la que más se detiene, estirando el metraje demasiado ante un cierre que el espectador intuye en varias ocasiones pero no termina de acontecer.

Boyhood es la película en la que el espectador se identificará con los personajes en dos niveles en los que se nos habla directamente: uno de ellos en el adolescente que va creciendo y con el que nos hemos sentido identificado por los mismos problemas que también nosotros hemos pasado; y el otro en la figura de los padres que más tarde o más temprano también deberán (deberemos) recorrer el camino de la juventud con sus hijos, ayudándoles y aconsejándoles, enfadándose con ellos, decepcionándoles, guiándoles, dejándoles ir y, por encima de todo, queriéndoles. A través de una proeza fílmica que si se hubiera rodado de forma tradicional con actores o con maquillaje no hubiese tenido el mismo efecto, Linklater nos enseña básicamente el camino de la vida: el que ya hemos andado y el que todavía nos queda por andar.