James Bond se ha convertido en un icono atemporal. Si obviamos las novelas, la primera película Agente 007 contra el Dr. No se estrenó en 1962. Bond lleva veinticuatro películas y cincuenta y tres años al servicio de su majestad. Y siempre de la misma, ojito. (El día que muera Isabel II tendrá que ser Nolan quien le dé un nuevo rumbo a la saga.) Pero a la vez que hemos dicho que 007 es atemporal también podemos decir que cada nuevo Bond es hijo de su tiempo. Tras cuatro películas protagonizadas por Pierce Brosnan en las que aún había vestigios de coletazos noventeros y horteras con bolígrafos que explotaban, coches que disparaban misiles desde sus faros y villanos con balas en el cerebro o diamantes en la cara, a mediados de la década pasada la saga y la taquilla pedían a gritos un cambio y un lavado de cara. Ese cambio llegó con "el primer James Bond rubio" de la historia, o así fue como comenzó la prensa a poner el grito en el cielo porque el sucesor del icono masculino más grande de Reino Unido era el -por aquel entonces- desconocido Daniel Craig.

Casino Royale se estrenó a finales de 2006, y este cambio iba influenciado por la saga de acción más importante de los últimos años, aquella que redefinió cómo tuvo que ser la acción a lo largo de los últimos quince años y que todas las películas han querido imitar, con mejores o peores resultados: la Saga Bourne. Ja(son)mes Bond fue "bournizado". Por primera vez, el agente británico soltaba el mismo número de hostias que recibía gracias a su acción frenética. Y en cierta medida también fue nolanizado. Los guionistas le dieron un aspecto más realista y más oscuro al personaje, con un inicio lleno de traumas y que, como bien dice los (mejores) créditos (de la historia de la saga) de Casino Royale con la canción "You Know My Name", Bond ya no es ese icono que folla a la primera de cambio sino que es ahora un hombre de sangre fría que no va a dudar un segundo en matarte si es necesario. La década de los 2000 exigía un héroe alejado de los cánones imperantes de la saga y acorde a la mentalidad post 11-S que reinó en el cine de acción, y eso fue lo que Craig nos entregó a los espectadores: un Bond más oscuro, un hombre que por primera vez era vulnerable y al que si hacía falta le terminaban reventando los huevos con una maza en una silla de esparto.

Casino Royale fue redonda en todos los sentidos y elevó la saga a un nivel de calidad en donde jamás había estado. Y todo aquello que tan bien construyeron lo tiraron abajo con Quantum Of Solace, esa película que nadie entendió y que ya nadie se acuerda. Y como la cagaron tantísimo tuvieron que volver a reiniciarla, esta vez contratando al director más extraño que jamás se pudo pensar para este agente secreto: Sam Mendes. Muchos pensamos que lo primero que haría Bond tras leer los emails de Moneypenny sería cascársela en la ducha. Pero alejados de las bromas, Sam Mendes entregó para muchos (para mí sigue siendo Casino) la mejor película de la saga: Skyfall. Un reinicio en el que Bond recibía su primer disparo de muerte, moría, abrazaba el alcoholismo y volvía a subir de los infiernos para renacer bautizado por el fuego de su Walter 9mm y por Inglaterra. Mendes y su equipo de guionistas, arropados por la preciosísima fotografía de Richard Deakins, ahondaban aún más en ese pasado tormentoso de Bond y le introducían en una aventura psicológica de acción en las que Bond tendría que pelear con dos madres (M e Inglaterra) y con un villano que incluso se atrevía a abrir las puertas de la homosexualidad al espía más macho de la historia. Mendes fue rompiendo un molde tras otro y fue premiado con más de mil millones de dólares de recaudación, haciendo de Skyfall la película más taquillera de todas.

Y como toda buena gallina de huevos de oro que nazca, la meca de Hollywood debía seguir estirando el chicle hasta que no dé más de sí. Y Spectre evidencia que esta gallina estaba muriéndose ya desde el primer plano de la película. A pesar de un muy buen prólogo (aunque tampoco es para tirar cohetes, señores), a Craig se le nota cansado y harto del personaje que lleva cuatro películas interpretando. No hace falta que lo remarque en las declaraciones fuera de micro, se le nota en cada plano que aparece en pantalla. Los guionistas han querido mezclar la fórmula nueva con la antigua y fallan en el intento: tanto porque al Bond de Craig ya no le queda nada por decir y porque los elementos clásicos siguen sin funcionar en esta era. Muchos espectadores se verán complacidos porque en Spectre vuelven a aparecer los elementos definitorios del personaje: los paisajes exóticos, el coche y, sobre todo, las mujeres. Aunque en verdad nunca habían dejado de estar presentes, aquí se intensifica mucho más estos aspectos, volviendo a la sota, el caballo y el rey, sólo que a mí no me funcionan o ya no les veo tanto sentido. Craig está cansado y ya no sabe qué nueva faceta dramática ha de presentar su personaje, mientras que Christoph Waltz activa su piloto automático para construir su villano y nos presenta un Hans Landa descafeinado, una amenaza que no se termina de ver en ningún momento y que no hace acto de presencia hasta la hora y media de película, logrando que ésta tenga el metraje más largo de toda la saga y haciendo incluso que nos aburramos en ciertos momentos. En cuanto al papel de las mujeres Bond de esta nueva entrega mejor ni entramos, puesto que una -a pesar de aparecer en toda la campaña promocional del film- sólo aparece 4 minutos y la otra tiene la misma calidad dramática que una lechuga hervida.

Spectre ha dejado la saga en el mismo punto que la dejó Pierce Brosnan: es entretenida, se deja ver, tiene buenas secuencias de acción y no aburre... pero es la vuelta a lo más de lo mismo, a lo que ya hemos visto tantas y tantas veces. Nuevos tiempos exigen a nuevos Bond. Y si Daniel Craig no quiere seguir siéndolo dejad que no lo sea y cededle el testigo a otro, tanto a un nuevo actor como a un nuevo director que aporte ideas frescas o le pegue un giro de 180º a una saga que está pidiendo a gritos cambios en todas las facetas que la han definido.