Un policía enciende una bengala en la calle. Ha habido un accidente de tráfico y los coches se encuentran atascados. Lynn, madre soltera de veintiocho años, espera que no haya habido heridos pero su hijo Cole, de nueve, le dice que ha habido una víctima, una mujer. Extrañada, ella le pregunta que si puede verla desde el coche. Él le dice que sí, que está junto a su ventana. En ese momento Lynn comienza a asustarse y Cole se arma de valor y le confiesa su verdadero secreto: que ve fantasmas, fantasmas que le piden cosas. Ella no sabe cómo reaccionar ni si creerse o no lo que le está contando su hijo. Cole, ante la desesperación de que su propia madre no le vaya a creer, decide arriesgarse y tocar el tema más delicado para los dos: le dice que su abuela, ya fallecida, viene a visitarle. La madre de Cole, antes de enfadarse, le pide que cambie de tema pero él insiste. Y es cuando le cuenta la historia de que la abuela fue a verla bailar. Los ojos de Toni Collete se abren de par en par ante la incredulidad de que su hijo sepa tal historia. Ella no está dispuesta a creerle, porque supondría aceptar que la historia de su hijo es cierta: que ve fantasmas. Entonces él le dice que su madre y la abuela se pelearon hace muchos años y que ella fue a verla bailar, que se escondió tras el público para que no pudiese verla y decirle que parecía un ángel. Entonces tanto Toni Collete, al igual que nosotros los espectadores, estallamos en lágrimas ante esa catársis de emociones contenidas y de miedos liberados. El personaje de Lynn acepta como cierta la traumática historia que su hijo le está contando, que está maldito y que ve espíritus. Y, tras muchos años de rabia contenida, la abuela es perdonada por su precioso recuerdo. Cole por fin puede aceptar su maldición y compartir su trauma y sus miedos con la persona que más quiere: su madre.

Fue hace ya 11 años cuando M.Night Shyamalan escribió esta secuencia (para un servidor, la mejor escena de la película y de toda la filmografía del director indio). El Sexto Sentido supuso un antes y un después en la historia del cine. Porque fue la aparición de uno de los directores más queridos y, a la vez, más odiados; alguien a quien, en cada película nueva que estrena, el público le exige lo inexigible. También fue histórico porque 1999 fue el mediático año de ese bodrio llamado La Bruja de Blair y La Guarida. El terror volvía a apoderarse de los nervios de los espectadores de fin de siglo. Por aquel entonces, El Sexto Sentido fue recordada como un revienta taquillas (fue la sorpresa del año) y como una película que volvió a hacer que el público pasase verdadero miedo. Como no encajaba en los cánones del cine de terror, inteligentemente muchos la bautizaron como un "thriller psicológico", pero si la volvemos a ver hoy en día nos daremos cuenta que es un drama en toda regla. Un drama que nos habla de la soledad de la infancia, de la dificultad de ser madre, de la frustración de perder el matrimonio por causa del trabajo, de cómo nuestras personas más cercanas no nos comprenden... pero sobre todo nos habla del miedo. De esos miedos infantiles, que nos asustaban de niños, de aquella magia que podía ser real. O de aquellos miedos más profundos que pueden ser reales.

La película no hubiese sido posible sin un soberbio Haley Joel Osment, quien dio vida a uno de los personajes infantiles más entrañables de la historia del cine. Según transcurre la película podemos sentir que es un niño verdaderamente aterrorizado por una situación que no puede controlar, por esos fantasmas terroríficos que cada noche van a verle. Osment nos brindó una de las actuaciones más memorables de la historia, al igual que su madre: Toni Collete, uno de los mejores aciertos de casting. Porque es una madre de verdad, porque si hubiesen cogido a una estrella hubiesen tenido que explotar su belleza o venderla más, pero en este caso vemos también a una actriz como la copa de un pino de quien también vemos sus miedos y problemas: miedo por no poder críar a su hijo como ella quisiese y miedo por no conocer qué le pasa ni poder ayudarle. Bruce Willis, a quien vemos en un registro totalmente ajeno a él hasta entonces (hasta el 99 lo único que hizo fue acción), confió en la cinta y de hecho dijo que era un guión de hierro. No le faltó verdad, Shyamalan tejió en su primer blockbuster un guión merecedor de Oscar, donde el miedo y las apariciones fantasmales no son introducidas como puro susto gratuito, sino que nos cuenta la historia de un niño y su relación con un psicólogo que cree que no le puede ayudar y con una madre a quien, por miedo -de nuevo-, no le puede contar su secreto más terrible. 

Esta carta de presentación le valió a Shyamalan 600M$ de recaudación mundial y seis nominaciones al Oscar (entre ellas mejor película, mejor Director y mejor guión). Pero a la vez le supuso una maldición, porque en cada nueva entrega el público le ha exigido que volviese a sorprendernos en cada nueva entrega. Y lo hizo: creímos en fantasmas, un año después hizo que creyésemos en los superhéroes, dos años después que creyésemos en extraterrestres, después en que la inocencia puede conservarse siempre intacta y finalmente, en su obra maestra, nos hizo creer que los cuentos de hadas podían ser reales. Pero, como dirían en La Joven del Agua, el público no ha sabido escuchar.

También es cierto que hace dos años nos pidió que creyésemos en que las plantas eran las mayores asesinas del planeta, pero eso es un caso aparte. Y no sé que me pedirá el viernes que viene cuando vaya a ver Airbender: El Último Guerrero. Pero lo que sí tengo claro es que, con cada película que hizo, Shyamalan (de la mano de su mejor compañero, James Newton Howard) ha conseguido que volviera a tener fe: tanto en las historias como en el mejor cine.